Serge Latouche (1998)
La emancipación y el desencadenamiento de la técnica y de la economía (extracto de: La megamaquina y la destrucción del mundo social)
Si la técnica es, en su esencia abstracta y, como tal, insignificante, tan vieja como el
mundo, la aparición de una sociedad en la que la técnica ya no es un simple medio al
servicio de los objetivos y valores de la comunidad, sino que se convierte en el
horizonte insuperable del sistema, en un fin en sí misma, data del periodo de la
‘emancipación’ de las regulaciones sociales tradicionales, es decir, de la modernidad.
No alcanza toda su amplitud más que con el hundimiento del compromiso entre mercado y espacio de socialidad realizado en la nación, o lo que es lo mismo, con el fin
de las regulaciones nacionales, sustitutos provisionales y finalmente últimas secuelas
del funcionamiento comunitario. Se puede datar con mucha precisión este salto, paso de
la cantidad a la cualidad, de lo que ha dado en llamarse tercera revolución industrial. El
coste de las técnicas, sus efectos positivos o negativos (piénsese en Chernobil), sus
dinámicas son inmediatamente transnacionales. Si el mundo obedece a las leyes del
sistema técnico, tal como las analiza Jacques Ellul, la capacidad de su legislador se
encuentra reducida en igual medida. Lo que quiere decir que el soberano, ya se trate del
pueblo o de sus representantes, se ve notablemente desposeído de su poder en beneficio
de la ciencia y de la técnica. Las leyes de la ciencia y de la técnica se sitúan por encima
de las del Estado. Es en gran parte por haber olvidado este hecho por lo que los
totalitarismos del Este, que se encontraban en contradicción con las leyes de la ciencia y
de la técnica tal como éstas funcionaban en el mundo moderno, terminaron por
derrumbarse. Entre las consecuencias de este aumento del poder de la técnica se
encuentra la abolición de la distancia, la creación de lo que Paul Virilio llama la
‘teleciudad’ mundial y el surgimiento de la ciudad-mundo, lo que provoca el efecto
inmediato de un hundimiento del espacio político. “A partir del momento –declara
Virilio- en que el mundo queda reducido a nada en cuanto extensión y duración, en
cuanto campo de acción, de forma recíproca, no hay nada que pueda ser mundo; es decir
que yo, aquí, en mi torreón, en mi ghetto, en mi apartamento (cocooning), puedo ser el
mundo. Dicho de otro modo, el mundo está en todas y en ninguna parte. Esto fue lo que
el feudalismo, más tarde la monarquía y finalmente la república rompieron” [3].
Una de las consecuencias de este repliegue sobre uno mismo es la reaparición de las
guerras privadas. Lo feudal y lo privativo van de la mano. Fue necesaria la monarquía, y
más tarde el Estado-nación y la Revolución para que se superase esta noción de
conflicto privado. Ha resurgido ayer mismo en el Libano, y hoy en Yugoslavia o en
Ucrania. La desaparición de las distancias que crea esta teleciudad mundial crea
inmediatamente también la desaparición del espacio nacional y la reemergencia de ese
caos que destruye la base del Estado-nación y engendra esos fenómenos de
descomposición con los que los media nos entretienen a lo largo de la jornada.
La transnacionalización de la economía es el complemento indispensable de la
emancipación de la técnica. Se trata también de algo extremadamente antiguo que
reaparece bajo formas nuevas. Desde los orígenes, el funcionamiento del mercado ha
sido transnacional, incluso mundial. Durante muchos siglos se dio un concubinato entre
el mercado y el Estado-nación. A partir de una base local, aunque ya en parte
transnacional (Liga Hanseática, funcionamiento de los mercados financieros entre
Génova y el norte de Europa desde los siglos XII y XIII), fue preciso que la economía
se crease progresivamente un mercado nacional. La nación fue el espacio de
compromiso sobre el que se desarrolló el mercado. Sin embargo, una vez concluida la
conquista del espacio nacional, el mercado siguió su curso. Sobre todo después de los
años 70, la economía fundamentalmente se ha transnacionalizado. Siempre han existido
firmas transnacionales bajo el capitalismo (los Fugger, Jacques Coeur, los Medici); lo
novedoso es que, ya no sólo las finanzas o el comercio son transnacionales, sino
también la producción misma. Renault fabrica sus motores en España. Los ordenadores
IBM se fabrican en Indonesia, se montan en Saint Omer, se venden en Estados Unidos,
etc. La división del trabajo se ha internacionalizado, y las empresas se han
transnacionalizado por completo.
Cuando yo empezaba mis estudios, distinguíamos dos tipos de economías: las
economías autocentradas y las economías extrovertidas. Las economías desarrolladas
eran economías nacionales que presentaban un cuadro de input-outpout ‘negro’, es decir,
que los distintos sectores nacionales eran interdependientes (la industria química
francesa consumía materias primas francesas, etc.). Se decía que existía un tejido
industrial coherente y muy sólido. Por oposición, las economías del Tercer mundo
presentaban cuadros vacíos, es decir, que importaban lo que consumían y exportaban lo
que producían. Se decía que tales economías eran extrovertidas, mientras que las
economías occidentales eran autocentradas.
Todo ha cambiado. La propia dinámica de las economías autocentradas las ha llevado a
extrovertirse. Lo que producimos (productos agrícolas, armamento, etc.) lo exportamos;
lo que consumimos (productos electrónicos), en gran medida, lo importamos.
Estadísticamente, nuestras economías son tan extrovertidas como las del Tercer mundo.
Una de las apuestas del Tratado de Mastrique consiste no sólo en impulsar dicha
transnacionalización a nivel europeo, sino en permitir además que las firmas japonesas,
estadounidenses, etc. colonicen el espacio europeo y en aumentar la fluidez de los
intercambios económicos, o lo que es lo mismo, en obedecer a las leyes de la economía.
Sin duda, el principal objetivo del GATT y del Uruguay Round es extender dicha
liberalización de los intercambios a la agricultura y los servicios. Al igual que la ciencia
y la técnica, las leyes de la economía desposeen al ciudadano y al Estado-nación de la
soberanía, pues se presentan como una constricción que no se puede más que gestionar
y, en ningún caso, poner en cuestión. Si no se puede hacer otra cosa que gestionar las
constricciones, entonces el gobierno de los hombres es substituido por la administración
de las cosas; el ciudadano ya no tiene razón de ser. Se le podría reemplazar por una
máquina de votar –o sea, de decir siempre que sí- y el resultado sería el mismo.
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